Leandro Feal intentó con el desaparecido Bar Roma, la misma relación que David LaChapelle con el Studio 54, cuatro décadas atrás: una intimidad sin prejuicios, casi patológica. Sin embargo, una razón diferencia el acercamiento de ambos fotógrafos: LaChapelle entra en las noches de aquel legendario sitio en la Calle 54, al Oeste de Manhattan, no en calidad de voyeur fotográfico –tenía apenas 16 años cuando llegó al Studio, y la fotografía para él no era sino otra ambición juvenil–, sino como un testigo pasivo, encargado de servir mesas y cobrar las generosas propinas que las celebrities le dispensaban.
David conoció primero la noche y sus delirios más insospechados, el glamour en estado puro (el estilo del camp, el in & out). La fotografía vendría mucho después, a su regreso a Nueva York luego de un periodo de estudios en California.
Leandro Feal, por su parte, hizo el recorrido a la inversa aunque el resultado termina siendo el mismo: el idilio con un segmento extravagante de la sociedad. Cuando la azotea del Roma comienza a volverse un fenómeno masivo, ya el joven acumulaba suficiente experiencia fotográfica, debida a sus años iniciáticos en La Habana y a su posterior escapada hacia Europa.
Sus primeras series reseñan esos momentos, comportan un relato que alterna entre lo íntimo y lo público. Leandro no aterriza en el Roma como un diletante que intenta desclasificar lo que sucede en “La Habana oculta”. A diferencia de LaChapelle, su destino como fotógrafo no depende en absoluto de la complicidad con ese oasis nocturno, que parece no existir al margen de su cámara.
Aun así, hay algo que me impulsa a fabular sobre una posible relación –no declarada– entre estos fotógrafos. Imagino tiene que ver con alguna que otra coincidencia imposible de pasar por alto. Leandro, por ejemplo, titula una de sus series más conocidas Hotel Roma (2015) cuando ya existía Hotel LaChapelle (1998), el álbum fotográfico donde se dan cita casi todos los iconos del espectáculo americano.
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Hotel Roma es un testimonio de esa noche arcana y elegante, que transcurre dentro de una ciudad monopolizada por otros vicios. Las imágenes, ciertamente, no encajan con el estereotipo insular; no se parecen a las escenas suburbanas que ambientan las novelas de Padura, ni a esa sociedad en ruinas, la de los zombis que solo piensan en fornicar para olvidarse de la miseria que los rodea, que nos narra Pedro Juan Gutiérrez. El ángulo de Leandro es, por mucho, único. Describe la cara eclipsada por el fetichismo cubiche. Contradice el argumento de tantas y tantas películas cubanas, pagadas por productoras españolas. Nos hacen olvidar, por un momento, que ha sido esta la misma Habana de Los Barbudos, de los discursos, de las marchas. De pronto comprendemos que existe la posibilidad de otra ciudad, de otra gente, que, sin llegar a ser amnésica, ser permite ser de una forma original.
En su álbum, LaChapelle se centra en retratar a los ídolos de América. Nos descubre ese costado que no aparece en Vogue, GQ, VanityFair y Cosmopolitan. Sin embargo, sentimos que su fotografía conecta demasiado con esa otra que parece negar, dedicada a sublimar el carácter rococó de la farándula americana. Su cámara es igual de indiscreta y fisgona. En cada imagen, intuimos que no ha dejado escapar un instante, el más mínimo detalle. Las enormes tetas de Pamela Lee Anderson no pueden lucir mejor. Los labios de Kim Basinger nunca fueron tan deseables. Christian Bale, de pronto, parece más enfermo y aprehensivo que el Patrick Bateman de American Psycho (2000).
Lo que nos pasa con LaChapelle es que en sus fotos advertimos no la mundanización del retratado, sino la conversión radical, exagerada, de aquel en un personaje. Así, cuando buscamos a Uma Thurman encontramos a esa rubia vengativa de rasgos letales; en lugar de Leonardo DiCaprio reconocemos al negociante multimillonario Jordan Belford; Drew Barrymore no es otra que esa pelirroja tonta y sexy, que se enamora del chico malo en Charlie´s Angels.
Leandro, en cambio, se topa con otra atmosfera. Lejos de enfatizar lo mediático, elige desvanecer la identidad de sus personajes. Ahí, en la imagen pura, todos parecen una misma cosa. El fotógrafo no escatima en apuntar hacia todas partes. De modo que no falta quien se descubre postreramente sorprendido, captado desde una espontaneidad sin paliativos. La belleza que habita en las imágenes de Leandro siempre está relacionada al riesgo, al encuadre imperfecto.
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No obstante, Leandro también deja lugar a la narración que trae consigo cualquier imagen respetable. Algunos sujetos, por ejemplo, se nos muestran de forma ambigua, transfigurados. Una cantidad innumerable se pervierte, provoca en varios sentidos nuestra razón, reta las posibilidades de imaginar. Súbitamente, pasamos del documentalismo a la plasmación de una realidad esquiva, periférica, alucinante. Ahí confluyen de una misma forma, entreveradamente, el artista, el escritor, el político, el dandy, el músico, la modelo jinetera, el transexual…
Obedeciendo la estética de cada fotógrafo, al trocar los respectivos enclaves en que se mueven y trabajan, obtendríamos una curiosa distorsión de sentidos. La Habana, digamos, explotaría saturada de los colores que Feal ignora en sus fotos, y Los Ángeles o Nueva York, parecerían ciudades de estilo soviético.
LaChapelle, sin dudas, sacaría partido de lo más pintoresco del kistch insular. Comenzaría por explotar la imagen de Haila, David Calzado, Jorge Perugorría, Descemer Bueno, Raúl Torres y Waldo Mendoza, por decir algunos.
Feal, por su parte, se iría a los bajos de Harlem y Brooklyn, a tomar fotos de afrodescendientes y newyoricans. O tal vez andaría a la casa de ciertos antros que se esparcen por las ciudades más visitadas del país, buscando captar esa vida nocturna de bajo fondo.
David se las habría ingeniado para entrar en el selecto team, que enfiló sus cámaras hacia el desfile de Chanel en la calle Prado. Sus fotos captarían toda la fosforescencia y el brillo de esa tarde noche, en la que Karl Lagerfeld atravesó La Habana a la cabeza de una veintena de Chevrolet, recordándole a algunos que la Historia es una repetición cíclica cuyos significados suelen mutar. ¿No fue de manera casi idéntica, que los jóvenes revolucionarios irrumpieron en Santiago de Cuba en 1953? ¿Acaso, esta vez, el emporio de la moda asalta, de manera simbólica, la sempiterna caducidad que refleja el poder en Cuba?
Leandro Feal estaría mucho más cerca de hacer lo que Andrés Serrano o Richard Prince.
Awakened sería el apocalipsis de una época política, y no el hundimiento del mercado y el cristianismo.
Preguntémonos si, después de todo, nos convendría invertir esas lógicas.