“Después de la tormenta viene la calma” es un dicho que retrata en cuerpo y alma a la capital cubana. Algo similar al lampiño escéptico que un día se dejó crecer la barba, se puso una gorra de béisbol a lo Forrest Gump y salió a correr hasta reintegrarse al clima político del silencio errante. O como un gusano de izquierda que decidió asistir a un evento oficial, le dio la mano, sonrió y abrazó a funcionarios de línea dura como si asintiera: “Los entiendo, camaradas. Avancen”.
“Tranquilidad viene de tranca”, reza otra frase callejera que resucita tras oleadas represivas o escarmientos que paralizan a osados y conformistas. Al otro día de la marcha independiente contra la suspensión de “La conga contra la homofobia y la transfobia”, La Habana existía tal si no hubiera pasado nada a la vista pública.
La respuesta de falsos ciudadanos que “velan por el orden público” había sido contundente. Los compañeros que atienden a los desobedientes cumplieron. El asfalto se tragó a las gotas de sangre. La sed amnésica no creyó en lágrimas
Esa noche, la franja que se extiende desde la heladería Coppelia hasta 23 y 12 estaba limpia de travestis y prostitutas que deambulan ocultos para alquilarse o hacerles señas a carros a media velocidad. Ni siquiera había policías vigilando las esquinas del pecado. Caminé el tramo acompañado por el vacío. Verdugos y víctimas reposaban dueños de sus fracasos. La soledad urbana era insoportable. El fantasma de mi madre se apareció sin avisar; era hora de retornar a casa.
Virgilio Piñera, profeta del caos insular, lo adelantaba en un parlamento de la obra teatral Electra Garrigó (1948): “En ciudad tan envanecida como ésta, de hazañas que nunca se realizaron, de monumentos que jamás se erigieron, de virtudes que nadie practica, el sofisma es el arma por excelencia; si alguna de las mujeres sabias te dijera que ella es fecunda autora de tragedias, no oses contradecirla; si un hombre te afirma que es consumado crítico, secúndalo en su mentira. Se trata, no lo olvides, de una ciudad en la que todo el mundo quiere ser engañado”.
“El Pedagogo”, vocero de malos presagios, alerta a los habitantes del limbo, quienes prefieren recibir lecciones de apatía como la desdichada Electra, ese fluido en el umbral de lo imposible. La mentira se trueca en refugio de la sombra; simular, una taza de tilo para fulminar pesadillas. Como en la Electra cubanizada de nuestro Virgilio, los perdedores sociales claman por un batir de alas.
“Mentir es un placer”, sería un principio melodramático para subsistir en contextos de prohibiciones y medidas antipopulares sin derecho a la protesta o réplica legal. Ser un embustero virtuoso ya no es una quimera novelesca de Dante Alighieri; ésta rige la sobrevida vulgar. Fingir se asocia a la dificultad de traspasar los muros. El hombre se autoengaña para soñar despierto que un mundo mejor es posible. Un consuelo para melancólicos de la impotencia en tiempos difíciles.
Un viejo conocido contaba desahogándose: “Cuando estuve preso en Kilo 7, allá en Camagüey, cortábamos caña como animales; la comida era malísima. Casi no había broncas en mi compañía. Llegábamos molidos del campo. Nadie tenía ganas de fajarse por una colcha o un uniforme. Caíamos muertos. Ni soñábamos”.
Hay momentos en que la cárcel física y la prisión virtual se confunden hasta generar huelgas del sentido común. Un mediodía vi una acción de las Damas de Blanco en la calle 23. Las mujeres susurraban la palabra “Libertad” con gladiolos en las manos. Se desplazaban despacio desde el parque del Quijote hasta llegar a la Rampa. Alrededor de ellas, revoloteaban hiperquinéticos una tropa de “coordinadores” con teléfonos y artefactos de localización injertados a las orejas.
Nadie se incorporó de forma voluntaria. La gente brincaba de acera para mirar, callar, seguir. Más que los cancerberos de la acción pacífica, la censura mental impone las reglas de juego, si la convicción supera a la traición. Esto diría Víctor Alexis Puig, un pintor de rostros enmascarados por el hastío. No hacía falta esperar al día siguiente de la intervención de las damas para volver al marasmo.
Lea también
Debe producirse un Gran Descontento para que la multitud se lance a la vía pública a romper vidrieras de tiendas o supermercados como en el “Maleconazo” del año 94. Un motín en un centro penitenciario implicaría un costo excesivo en los expedientes de los reclusos. Quizás desaparezcan las colchas y los uniformes.
La rebelión de los enfermos en la ínsula significa generar nuevas tácticas hegemónicas para “cuidar y encadenar la calma”, decía el cantautor Carlos Varela en su Graffiti de amor fechado en 1994. Varela, baladista nostálgico de la herejía sentimental, también concibió Habáname, un réquiem por la ciudad reverenciada y maltratada, desde su origen hasta la conversión en una sucesión de naufragios.
Abraham Jiménez Enoa, fundador de la revista digital El Estornudo, comentaba que La Habana se hallaba en un “estado de coma”, sin movimiento o energía en los predios del arte y la vida. El periodista y director de una publicación bloqueada por los servidores cubanos, se refería a una muerte en vida colectiva. En Cuba, ni los más independientes alcanzan evadir cuánto roza a casi todos.
No es casual que El Estornudo le dedique una serie de reportajes a las migraciones de cubanos por el mundo. En La Habana hay más bares y restaurantes que sujetos solventes económicamente para olvidar aberraciones políticas; la aventura es un lujo de quienes sacan a flote procesiones interiores.
Vivir y trabajar en Cuba no implica un acto de fe. Es una estrategia profesional y financiera antes que sensiblera o identitaria. Permanecer al lado de unos o miles de pacientes te contamina por telepatía. Cobijar el desamparo afectico de padres con hijos regados por los sitios más recónditos del planeta, te vuelve cómplice de la disfuncionalidad paterno-filial; ella instala a la familia en el centro de los bordes.
¿Cuál es el precio de ser fiel al lugar de nacimiento o adopción, para un ciudadano que lee el concepto de patria o nación desde una perspectiva individual? Ser un cronista mal visto por cazadores de mercenarios o un voyeur miope de la realidad; alguien destinado a ignorar el alivio de las “bellezas del físico mundo”, cegándose ante los “horrores del mundo moral”. Solo quienes aman el estatismo, la arbitrariedad o el remiendo gozan en Cuba. La Isla personifica una coartada más chovinista que nacionalista, donde el ocio presume de suplantar carencias.
La crisis del turismo empobrece tanto al control estatal como al cuentapropismo legal e ilegal. Los bares y restaurantes muestran una arquitectura despoblada de comensales apetitosos. Los empleados confunden a los nativos con visitantes de cualquier país. Las jineteras tienen que recogerse por falta de clientes. Los policías no tienen a quien sobornar o detener, para justificar su ejercicio de poder.
La escasez del turismo artístico o sexual, preocupa a honestos y corruptos metidos en la misma olla podrida. ¿Qué sería de La Habana sin extranjeros ni cacerías a los perseguidores de carne importada de Europa o Latinoamérica? ¿A qué pez exótico tirarle el anzuelo? Las autoridades no pueden lucrar cargando, recluyendo y, por último, soltando a quienes no tienen un techo que los proteja.
Si reaparecieran los apagones de los noventa, ¿en que se transformaría la Isla virtualmente iluminada? Si los buscavidas no comercializan sus cuadritos elaborados en los cayos, Trinidad o Varadero, ¿cómo se vendería a Cuba como un souvenir postsoviético cocido y crudo? Un narrador deportivo acotó fuera de la televisión: “Vietnam padeció una guerra entre 1959 y 1975. El norte quedó devastado por los bombardeos. Pero hay rascacielos en el Vietnam unificado”.
En el drama de Virgilio Piñera Dos viejos pánicos (1968), Tabo le pregunta a Tota: “¿Qué quieres? ¿Pan con miedo o miedo pan?”. Si el archipiélago continúa apagándose a fuego lento sin aperturas, cruceros o aviones cargados de viajeros, ni siguiera habrá aliento para encontrarle una razón de ser a la pregunta de Tabo.