Hacer periodismo independiente en Cuba implica riesgos para quien ejerce la profesión como para sus familiares y amigos. Es así: son bajas colaterales de la “santa cruzada” que el régimen desató contra sus críticos, como le ocurre a los parientes y allegados de Abraham Jiménez Enoa.
“La Seguridad del Estado puede (…) expulsar a tu madre de su trabajo y dejarla sin empleo. La Seguridad del Estado puede citar a tu padre para interrogarlo. La Seguridad del Estado puede escribirle a tu pareja, en medio de un embarazo, mensajes con calumnias. La Seguridad del Estado puede meter en un calabozo y luego llevar a interrogatorio a un vecino solo porque es tu amigo”, denunció el periodista en The Washington Post.
Así fue siempre con estos regímenes. Un estudio, ya con algunos años, del semiólogo, historiador y ensayista estonio Yuri Lotman describía la manera en que el zar Iván el Terrible aplastaba a sus oponentes: no solo torturándolos en sus mazmorras, sino asesinando o desterrando a sus familiares.
La abominación caía sobre el padre, el hijo, el vecino, el que te sonrió durante la misa del domingo, como si fuera una enfermedad contagiosa hasta que, por algún milagro, los esbirros dejaban de preocuparse por el círculo de humanos alrededor tuyo. Stalin operaba de modo similar: más de un inocente cayó congelado en Siberia apenas por intercambiar un saludo con “el que no debe ser nombrado”, porque hasta el nombre perdías cuando caía sobre ti el anatema.
Uno podría entender que el periodista, el político de oposición, el noble sedicioso, el burócrata respondón, paguen el precio de su rebeldía. Pero, ¿por qué los familiares? Según Lotman, en Rusia los zares trataban de evitar una venganza con esta práctica, que un hijo intentara hacer justicia al padre muerto o cosas así.
En Cuba debe ser más sencillo: crear un ambiente enrarecido alrededor del “apestado” para romper su nervio moral y postrarlo a los pies del amo. Hay un trasfondo religioso —de una religiosidad malsana— en ese afán por humillar al rebelde. El yo resignado se postra en el altar del poder como si fuera un sacrificio. No hay excepciones en un régimen despótico: el poder es la regla y, al mismo, la excepción.
Probablemente quienes se encargan de perseguir a los herejes deben tomarlo con mucha calma, hasta pueden compartir chistes y risas, como los sepultureros de Hamlet, tan acostumbrados a la muerte que bromeaban entre ellos. O como Albert Eichman, quien condenó a miles de judíos con la misma apatía mecánica con que nos lavamos los dientes todos los días. El mal tiene muchos rostros y uno de ellos, quizás el más extraño, sea la indiferencia.
Tal vez algún día sepamos que pasaba por las neuronas de los represores cubanos, si había allí algún escrúpulo. O tal vez, hay cosas vedadas a la razón y gente que se pierde en las brumas de la historia. Sin embargo, la brutalidad ciega con que el régimen se abalanza sobre sus críticos en Cuba confirma que la maldad, ese elemento inasible de la condición humana que ha preocupado a los grandes moralistas de todas las épocas, es tan real como las rocas y los árboles. El mal se siente, el mal duele.