Llamamos democracia representativa a la forma de gobierno más extendida en el hemisferio occidental. Casi todas las naciones en este lado del planeta son democracias representativas, incluso algunas que lo son de mentira, como Nicaragua o Venezuela.
¿Qué sabemos en realidad sobre ese sistema en apariencia tan fácil de identificar? Por ejemplo, si un país tiene división de poderes, prensa libre, pluralidad de partidos y cambio periódico de sus dirigentes, usualmente decimos que es un país “democrático”. Pero, ¿sabía usted que esas características poco o nada tenían que ver con la democracia en sus orígenes?
Es cierto, y aun así son virtudes políticas que la costumbre nos inclina a elogiar, a veces sin tener conciencia de sus consecuencias y menos todavía, de su historia. Pero comencemos por el principio, como se dice coloquialmente, con una historia sencilla del término “democracia”.
Ese régimen político es más viejo que Occidente, el cristianismo y las cruzadas. Proviene de la Atenas clásica y significa “gobierno del pueblo”. La edad de oro de la democracia ateniense fue el siglo V a. C., pero tal vez por razones muy poco democráticas: en esa época Atenas sometió a una miríada de ciudades griegas a su poder con la fuerza de su flota y sus hoplitas y las obligó a pagar tributo —una contribución “voluntaria” conocida como “foro”.
Entre el año 450 y el 404 a. C., cuando fue derrotada durante la Guerra del Peloponeso, la ciudad se llenó de templos hermosos; toleró a los cómicos, trágicos y filósofos; construyó caminos; conectó su puerto con Crimea, Italia y Egipto; se rodeó de unos muros enormes que la protegieron de sus enemigos y convenció al mundo de que no había una forma más acabada de gobierno que la “democracia”.
Toda esa gloria yacía sobre el trabajo de miles de esclavos y la expoliación de las ciudades subyugadas. En el momento de mayor esplendor, Atenas cobijaba a 250 mil habitantes de los cuales apenas 40 o 50 mil eran libres; el resto, eran esclavos. Las mujeres no podían participar de la cosa pública. Así que “el pueblo” de Atenas venía a ser unos 25 mil hombres.
Tanta historia para decir que la democracia ateniense era democrática hasta donde se lo permitían las costumbres del mundo antiguo y que Atenas nos deslumbra todavía hoy en gran medida por otras cosas, como su arte, relacionadas con la democracia muy levemente. ¿Cómo funcionaba ese sistema?
Básicamente, el pueblo de Atenas se reunía en asamblea para tratar los grandes asuntos de Estado: declarar la guerra, imponer tributos, expulsar a los críticos, los raros y los bocones. Es cierto, la democracia ateniense podía ser cruel, estúpida y venal. Y al mismo tiempo, generosa y valiente.
Se suponía que, en la asamblea, nadie tenía más poder que el resto y todos opinaban en condición igualdad. Claro que no siempre ocurría así. Pericles, el más famoso dirigente de la democracia griega, gozaba de reputación e influencia entre los ciudadanos. Alcibíades, un demagogo sediento de gloria, que trajo la desgracia a la ciudad y la traicionó pasándose al bando de sus enemigos mortales, los espartanos, provocaba en la masa popular una atracción hipnótica. Cabe afirmar lo mismo que Orwell en Rebelión en la granja: “todos eran iguales, pero algunos, más iguales que otros”.
Pasó el tiempo y Atenas se convirtió en una villa del Imperio romano, su flota desapareció, cayeron sus muros y callaron sus filósofos, pero quedó la estrella de esa palabra, democracia, para iluminar el entendimiento de tratadistas políticos y revolucionarios.
El nacimiento de la democracia representativa
Pongamos una fecha: 1776. Para ese entonces todo el mundo estaba de acuerdo en que “democracia” significaba el poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Un poder ejercido por todos en beneficio de todos, sin intermediarios que cayeran en la tentación de hacerse ricos a costa del pueblo o someterlo a sus locuras, como ocurría en el Imperio Otomano, ese nido de víboras, o en la inhóspita Moscovia, donde gobernaban los zares, famosos por su crueldad. Así pensaban los demócratas del siglo XVIII.
Y la lista podía continuar de modo interminable, porque lo cierto es que en 1776 no había un solo país democrático. ¿Lo hay en octubre de 2021? Por supuesto que no. Y esa es la parte más divertida. Si uno cree que la democracia es una especie de comunismo primitivo, en donde todos tienen los mismos derechos y las mismas obligaciones, tendría que aceptar que la democracia no existe. O que solo existió en la Atenas clásica, o que existe en realidad, pero en algunas comunidades indígenas de América Latina, Asia y África.
El problema está en que ese concepto tiene… ¡casi tres mil años! Mucho ha llovido desde entonces. Hay que cambiarlo si uno desea ser algo más que un ateniense, es decir, si uno desea ser un demócrata “a la moderna”. Los padres fundadores de Estados Unidos lo sabían.
Cuando la república norteamericana nació a la historia, la idea de sus fundadores sobre la democracia no era muy distinta a la idea de los atenienses. Pero el sistema de gobierno de las trece colonias británicas tenía una diferencia fundamental: en ellas el pueblo elegía representantes. Esa costumbre la habían adquirido sus abuelos y tatarabuelos en Gran Bretaña y ellos la reproducían de este lado del Atlántico.
El colono norteamericano pensaba más o menos así sobre este asunto: “lo mejor sería que el pueblo se gobierne a sí mismo, pero como todos vivimos desperdigados en estas planicies y estos bosques, agobiados por el trabajo y los lobos, sólo nos queda elegir quien tome decisiones por nosotros en el parlamento”. Esos hombres electos eran los representantes.
Periodistas e intelectuales de gran corazón y cabeza ligera, decían que los representantes velaban por los intereses del pueblo; pensaban como el pueblo; se vestían, comían y rezaban como el pueblo. Por alguna misteriosa razón, que nadie se preocupaba en explicar, los representantes eran el pueblo.
La fundación de Estados Unidos y los debates que terminaron en la Constitución de 1783 pusieron las cosas en su lugar. En ningún estado gobernaban los ciudadanos y tampoco lo harían cuando naciera la Unión. Quienes ejercían el mando eran los hombres elegidos por la gente común para ocupar el Senado, la Cámara y la Presidencia. En ese sentido, el sistema no podía llamarse “democrático”, porque el pueblo no tomaba las decisiones.
Sin embargo, el pueblo tenía en sus manos un arma poderosa: podía decidir quién ocuparía esos cargos. Y podía despacharlos luego si se cansaba de ellos. No había una democracia absoluta y pura, sino una democracia limitada. Pero eso era más de lo que encontraría cualquier observador en el resto del planeta.
Europa soportaba a un montón de reyezuelos avaros; Francia entraría pronto en una época de enormes esperanzas, que borró el despotismo de Bonaparte. En Gran Bretaña, ejemplo de sabiduría política para Voltaire y Montesquieu, 1200 aristócratas ejercían el poder absoluto. Qué decir de China o la India, tan lejos de la democracia como Cuba en estos momentos.
En Estados Unidos, por el contrario, podía votar entre el 40 y el 60% de los hombres blancos a finales del siglo XVIII. No había comparación. Incluso con esas limitaciones que imponía la necesidad, la democracia representativa era la forma de gobierno más democrática posible, aunque no fuera el paraíso terrenal que imaginaban los corazones agitados por la impaciencia y el romanticismo.
La frustración de los demócratas radicales
Esa agitación se convirtió en malestar cuando los demócratas radicales comprendieron que la democracia representativa no era el Jardín del Edén. Ellos soñaban con que los representantes fueran fieles vasallos de los representados, como ovejas que siguen sin chistar al perro guardián de la soberanía popular. El pueblo dicta, el gobierno hace, es la frase que resume su credo. Pero los representantes son individuos y toman decisiones por cabeza propia.
Los demócratas radicales tienen razón en un punto: si no hay quien vigile lo que hace el gobierno puede convertirse en tiranía. Los Founding Fathers encontraron dos remedios contra este peligro. El primero fue crear un sistema de gobierno donde cada ambición fuera el límite de la otra. La ambición del Presidente está constreñida por la ambición de los congresistas; la de los congresistas, por la del presidente. En el Congreso, la ambición de los demócratas, por la de los republicanos. Y la ambición de todos ellos, por la del pueblo, cuya mirada espera atenta para mantener o deponer al gobierno en las próximas elecciones.
Cuando este diseño astuto pareció demasiado bueno como para encontrarle defectos, los demócratas radicales dijeron: “está bien, pero entre elección y elección, ¿qué hace el pueblo? ¿Soportar como esclavo el yugo despótico de los representantes?”. Busquen los libros y lo comprobarán: la retórica de los radicales suele ser así de exagerada. Pero entonces vino en socorro del sistema el otro remedio de los Founding Fathers: la libertad de opinión pública.
El pueblo no se iba a quedar en casa cocinando habas hasta que llegaran las próximas elecciones. Tenía la libertad de expresar su desacuerdo con las decisiones del gobierno, de reunirse para hacer notar su disgusto en colectivo, de fundar asociaciones para hacer con sus propios medios lo que el gobierno hubiera olvidado. Todo esto podía recordar a los gobernantes que lo estaban haciendo mal y que, si seguían por eso camino, perderían las próximas elecciones.
La libertad de opinión pública tiene un efecto democrático: obliga a los gobernantes a tomar en consideración el sentir popular. Por supuesto, ellos interpretan lo que desean los gobernados y toman decisiones acordes a esas interpretaciones. A veces interpretan mal; a veces entienden lo que les conviene; a veces toman decisiones arbitrarias e injustas. La libertad de opinión pública no garantiza la unión perfecta entre gobernantes y gobernados. Pero el bien es enemigo de la perfección.
Los demócratas radicales —y todas las épocas han tenido los suyos— desean un sistema político donde haya gobernantes y gobernados, pero donde los gobernantes hagan siempre, con regularidad de autómatas, el deseo de los gobernados. Eso es una quimera. Es como entrar al agua y esperar que el cuerpo permanezca seco o como beber tres botellas de vodka imaginando que nos mantendremos sobrios. Cuando hay división entre gobernantes y gobernados, siempre cabe la posibilidad de que los gobernantes vayan contra los intereses del pueblo, y viceversa. Esa división es la base de la política.
La democracia representativa acepta la discordia entre los “muchos” y los “pocos”, pero logra dar un espacio a todos en la sala del poder. Cierto, es un sistema complicado, porque quiere ser realista al mismo tiempo que generoso, pero esa complicación es la base de su éxito. En un polo, tiene a la aristocracia, el gobierno donde los pocos hacen lo que desean; en el otro, a la democracia pura, donde los “muchos” son amos indiscutibles. Debe ser por eso que los extremistas detestan el liberalismo: es demasiado moderado para ellos y demasiado tolerante para sus ansias de absoluto.
El régimen político inventado por los Founding Fathers ha resistido, con notables reformas y correcciones, 250 años. ¿Podrá superar la prueba del cambio climático, de las nuevas tecnologías, de la conquista y colonización de la Luna, de la unión cada vez más estrecha de los pueblos y los continentes? Nadie puede saberlo con certeza. Frente a la Historia, cuyo otro nombre es Incertidumbre, su única arma es la flexibilidad. Pero la historia enseña que no hay regímenes eternos. Tal vez esta sea la excepción.