Cada 13 de agosto, lloviera o tronara, mi tía iba temprano a la oficina de correos y le mandaba un telegrama al comandante en jefe. Nunca leí ninguno, no sé qué le ponía. Tal vez algunas consignas de las mismas que él había soltado en uno de los tantos discursos que dio en su vida. Tal vez era una nota simple, donde un ser humano felicitaba a otro ser humano. A ocho centavos la palabra, mi tía debía gastar cada 13 de agosto de 40 a 60 centavos. Dinero inútil y malgastado.
Luego pasaba el día feliz y no celebraba ella sola aquel cumpleaños, que supongo creía de todo el pueblo, y menos mal que no se le ocurría comprar cake, croquetas, bocaditos y velas porque habría sufrido una gran decepción. Pero no se le borraba la sonrisa durante todo el día, pues en su interior profundo creía haber realizado una gran obra, un lindo detalle para un hombre que ella creía tan ocupado con los destinos del país que no tendría tiempo ni de darse cuenta que era su cumpleaños, y que un día como ese Lina Ruz lo había traído a este mundo para que él lo cambiara.
Y lo cambió. Hay que ver de qué manera lo cambió. Lo puso patas arriba y me hizo querer menos a esa tía mía porque ella comenzó a dosificar y valorar su cariño según uno quisiera a aquel hombre a quien felicitaba con un telegrama de 50 centavos cada 13 de agosto. Un mundo donde, de pronto, la calle solamente era para quienes vociferaban sus consignas, y la universidad para los que creían o decían creer en él. Y hasta el país empezó a ser menos de uno de lo que uno creía. Y todo por un hombre que decía estar lejos del culto a la personalidad y que metía la pata constantemente, justificando esos errores echándole la culpa al imperialismo, con el que soñaba cada noche.
Y así pasaron los años, muchos años, más de los que uno hubiera querido que pasaran. Demasiados telegramas que de seguro iban a ninguna parte. Y pasó el Mariel y aquellos gritos que nos rebajaban como nación, porque los que más gritaban y ofendían, los que más golpeaban a sus vecinos y familiares eran, de pronto, la verdadera grandeza de un país que ya no recordaba sus verdaderos actos de grandeza. Todo por el hombre que había nacido un 13 de agosto, y que fue alimentando su ego día tras día, apartándolo de la gente simple, escondiéndolo o exponiéndolo como una virtud, hasta que Cuba era él, el futuro era él, y no se podía vivir en esa isla si uno no se parecía a él o por lo menos intentaba acercarse a cómo era. Pero en eso también había un problema, porque nadie sabía cómo era realmente.
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Y resulta que convocó a los demás a la pobreza, al sacrificio y a la muerte. Como había hecho aquel 26 de julio en que llegó tarde a la pelea. Y los demás, incluso mi pobre tía, hicieron grandes esfuerzos por complacerlo, porque hacer lo contrario a lo que decía era parecerse mucho a los que él describía como nuestros enemigos, sus enemigos.
Y al final todos éramos pobres, y todos fuimos humildes y gran parte de los que no queríamos ser como él esperábamos la noche para soñar en la oscuridad que nos alejábamos, porque en el mundo -ese mundo que él no nos dejaba ver- debía haber sitios donde nadie te exigía ser como el que mandaba, ni te gritaban o te pegaban, y las calles y las universidades no eran sólo para revolucionarios.
Y un día murió, y nos enteramos, sobre todo los que al final habíamos logrado estar lejos, que era dueño de más cosas de lo que imaginábamos, y no daba cuenta de ello a nadie, como los antiguos reyes o los emperadores. Y yo comencé a sacar cuentas, para comprobar que no se hubiera comprado un yate o una casa con el dinero que pagaba cada 13 de agosto mi tía con aquellos telegramas de cumpleaños.
Y hoy ya está muerto, por fin. Se despidió en su cama, tranquilamente, después de haber llevado al país y al mundo a una tensión y a una miseria, y a un nerviosismo y a un odio que nos ha quemado mil veces por dentro, y ahora quieren que la piedra donde descansa, si acaso eso es él, se convierta en punto de peregrinación. Escogió estar a la sombra de José Martí, como último acto ampuloso y vergonzante, para intentar ir a la gloria aferrado a alguien que sí sintió amor por los demás.
Mi tía murió antes, unos años antes. No hubiera resistido que llegara un 13 de agosto y no tener a quién mandar su ridículo telegrama de felicitación.
*Este es un artículo de opinión. Los criterios que contiene son responsabilidad exclusiva de su autor, y no representan necesariamente la opinión editorial de ADN CUBA.