Un chirrido en sordina, o mejor, un rugido. Ese ruido rarísimo, ancestral, que produce la mano del percusionista cuando frota de cierta manera la piel del tambor. Ese sonido, el mismo de las ceremonias ñáñigas, se puede oír en los primeros sones, los sones de los sextetos (Habanero, Boloña, Occidente…)
Aparece, por ejemplo, en el primer minuto de "Aurora en Pekín" (“Cuando me enteré/ que Aurora estaba en Pekín/ juré por Dios que la he de seguir,/ dejarlo todo/ borracho el semblante/ y tomar el tranvía/ que monté por ti”), que el sexteto del jorobadito Alfredo Boloña grabó con Brunswick en Nueva York, en 1926. O en otra canción del mismo disco, “Flora”, por culpa de Incharte, “El Chino”. No se trata de una interpretación fantasiosa. Por Carpentier, que en Écue-Yamba-Ó los pone junto a su protagonista Menegildo en la cárcel (“los cinco ñáñigos miembros del Sexteto Boloña, condenados por bronca tumultuaria” y luego la alusión a “Ñangaíto, el del Sexteto Boloña”, convertido en improvisado maestro del Juego y de su lengua), sabemos que los músicos estaban iniciados. Por esos años el escritor frecuentaba los círculos ñáñigos y estudiaba sus músicas rituales en compañía de Amadeo Roldán.
Ese mismo procedimiento, el del tambor frotado, reaparece en la grabación de “Dónde estás, corazón” que hace el Sexteto Habanero en 1928, esta vez gracias al bongosero, y ecobio abakuá, Agustín Gutiérrez. Son canciones raras, de una desusada sonoridad, que sin embargo, definieron en buena medida el curso de la música cubana.
Las voces gangosas de los cantantes (Abelardo “La Puta” Barroso, campeando sobre todos los demás), las numerosas repeticiones, los efectos de otros instrumentos como la botija de barro, la marímbula, la cuerda entorchada en la guitarra de José Vega Chacón, el guitarrista de los Boloña, y en general la extraña manera de acoplarse de la orquesta y las voces, dan a estas melodías un aire hipnótico, más propio de un ceremonial que de una sala de baile. Y sin embargo, fue una música cosmopolita, que se tocaba con éxito en Nueva York, capital del mundo, antes del crack del 29. Allá viajaron y grabaron los sextetos (el Boloña, el Habanero), y María Teresa Vera, otra fundadora relacionada con los cultos yorubas, y Manuel Corona, que tocó con ella en la sala Apolo, y Piñeiro, también con María Teresa. Cuando lees esas noticias o te tropiezas con las fotos de entonces, o simplemente escuchas a los viejos rumberos, es inevitable preguntarse: ¿qué hacía esa gente en Nueva York, quiénes iban a oírlos, quién les ofrecía grabar sus cosas, cómo era que se mezclaban —si se mezclaban— con la farándula neoyorkina de flappers y gatsbys?
Boloña y su grupo están en el centro de ese misterio. Subido en su banquito, además de cantar, tocaba la marimba, el bongó, el tres y la guitarra. Enano, jorobado y mestizo, consiguió sin embargo, hacerse un sitio en La Habana, volverse famoso y luego viajar por medio mundo. Con sólo 20 años ya tenía un grupo, “Los Apaches”, auspiciado por el sobrino del entonces presidente, Mario García Menocal, quien luego será muy amigo de Hemingway, por cierto, y hasta viajará con él a África. Mayito Menocal fue el descubridor —se dice que en un solar— de Boloña, que por entonces tocaba la marímbula en “Los Apaches”, y lo puso a cantar en el Vedado Tennis Club, inaugurando ese espacio para los conjuntos de son que vinieron luego.
Son los años del Teatro Alhambra, de improvisados estudios de grabación en el hotel Inglaterra, de las oficinas de Columbia Records en el Palacio de Villalba de la calle Egido, de los viajes de Antonio María Romeu y su “charanga francesa” a Nueva York, donde se popularizaba el danzón; de Joseph La Calle fascinado con la voz de María Teresa, arreglándole un contrato para que grabara, en 1919, con sólo 23 años, y se presentara en el Harlem Apollo Theater (originalmente Hurtig and Seamon’s Music Hall) de la calle 125, con los soneros Rafael Zequeira, Martín Gómez y Severino Puertas. Los sextetos, desde luego, lo habían hecho todo más fácil para los empresarios: ya no hacía falta grandes orquestas sino extraños sonidos, voces agresivas, cadencias nuevas.
Así que cuando llegó el Sexteto Boloña a Nueva York, a cantar aquellas canciones de títulos raros y letras cercanas al nonsense, versiones cubana del trobar clus, donde sólo entendemos que los hombre sufren interminablemente por los amores despechados de su dama camagüeyana, mientras se tiran “a morir, a morir caballeros”, rogando “ten compasión, no te olvides de venir”, que sueñan que no los quieren pero también saben que "los hombres no lloran"... ya el son cubano tenía un amplio público.
Ñáñigos sobraban en ese ambiente. Pepe Serna, el bailarín, los músicos Agustín Gutiérrez, Piñeiro, Gerardo Martínez, los Boloña, Miguel Faílde, Marcelino Guerra, Rafael Ortiz, Bienvenido Julián Gutiérrez, Juan de la Cruz Iznaga… negros y blancos, de distintas potencias, abayuncados en la gran ciudad. No son pocas las canciones de esa época donde se citan explícitamente frases del ritual abakuá, insertadas en esos sones largos o en los montunos posteriores.
Antes del éxito de la rumba de Azpiazu o los Lecuona Cuban Boys, y muchísimo antes que Machito o Chano Pozo, estos sones, llenos de frases en clave, se habían ganado un lugar en los salones de baile de las grandes metrópolis. Y lo interesante es que seguía siendo, a su manera, una música unida al culto, cuyos intérpretes llegaron a ser “sancionados” en su religión pues a pesar del lenguaje codificado, los “sacerdotes” del cuarto fambá veían con suspicacia aquella música, aquel rugido sordo, que conseguía llevar el ceremonial secreto a las multitudes.