El estado totalitario podría ser, como define Octavio Paz en su libro La llama doble, el primer poder desalmado en la historia de los hombres. Señala Paz la frecuencia del término ingeniero en la época de Stalin. El ingeniero constructor del socialismo, operador de la fábrica de ideas, la máquina de hacer hombres, hombres nuevos, robots en series, cabezas formateadas, cuerpos sin corazón.
El ingeniero ejecutor se convierte en su propio producto, se resetea a sí mismo, se endurece o se paraliza en esa edificación o muro en pie de obra que nunca llega a finalizar, que está infinitamente condenada a quedar inconclusa: “la obra del siglo”, la historia sin fin. Para eso ha de perder su individualidad, se reduce el hombre al estado de cosa y de instrumento, se le despoja de su singularidad, de su sentir, de su humanidad.
De esta manera los engendros pueden acometer un solo amor absoluto, el de la Patria encarnada en un Estado; solo pueden morir por ese amor representado, o al menos solo a través de esa muerte podrán trascender y alcanzar el heroísmo.
“Si he de serle sincero, yo no vi héroes allí. Locos sí que vi, gente a la que le importaba un rábano su vida. Temeridad, toda la que usted quiera, y sin que hiciera ninguna falta. Yo también tengo diplomas y cartas de agradecimiento. Pero eso era porque yo no tenía miedo a morir. ¡Me importaba un comino! Hasta era una salida. Me hubieran enterrado con todos los honores. Y a cuenta del estado”.
Estas son las palabras de Arkadi Filin, tomadas de su testimonio recogido en Voces de Chernóbil de Svetlana Alexiévich. Arkadi se encontraba ya en un estado de sufrimiento cuando fue reclutado como liquidador en las ruinas de la central atómica: “Entonces yo estaba como loco. Me había engañado mi mujer; todo lo demás me parecía una nimiedad.”
Habría muerto casi seguro años más tarde de cáncer producto de las radiaciones, pero la acumulación de roentgen en su cuerpo resentido por el dolor del alma, no fue la causa de su fallecimiento. El hombre había ido a morir, sí, a morir por amor.
El estado moral del comunismo nos ha impuesto un paradigma ideal inflado de lo que es amor. La Patria es el ser amado, los líderes son nuestros novios. Los estándares del amor se revisten de lo intocable, de lo sagrado. Nunca olvidemos que el comunismo es rojo como la sangre, pero también como el corazón. Las leyes marxistas están basadas en un amor autoritario, casi tóxico. Todos le deben amar; quien no ame es traidor, deberá morir, será sacrificado frente a la horda de amantes.
Así mismo cada cual esconde su amor carnal, lo reduce a nada, lo simplifica, porque, ¿qué es una persona en comparación con la Patria? “El amor, madre, a la Patria”, ha sido el versículo de estos enamorados de la Revolución. ¿Son acaso humanos del desamor? No. La historia no contada de los revolucionarios se esconde en los amantes. La verdadera naturaleza de los dioses, no se desarrolla en el Olimpo, sino en los amores imposibles con los simples mortales.
Ese patriotismo se extiende a todos, desde un Hatuey quemado en la hoguera hasta los disidentes actuales que se inmolan en una cárcel con una huelga de hambre. Todos esos temerarios caen en la imprudencia como mismo un joven enamorado. La pasión habla, pero también el valor y la precipitación de la pasión. Esos que sacrifican sus cuerpos, de antemano ya habían ofrecido su alma, un alma incapacitada para amar o al menos no para amar de la misma manera incondicional a otro ser. Estos son los héroes del desamor. Pero, ¿cómo enfrentar al totalitarismo desde el desamor?
El estado totalitario como poder desalmado opera de una manera calculadora. No incide en ti directamente, al menos no al principio. Incurre en tus seres queridos, en tus puntos flacos para desestabilizarte. Se queda atrás, al acecho, como un tiburón detrás de una mancha de peces, a la espera del más débil. Esos seres a los que el Estado violenta, a los que atemoriza o al menos preocupa, son los que te hacen cuestionar tu accionar. No es tu cuerpo, tu mente o tu vida la que corre peligro, eso ya dejó de importar en algún punto. Son los seres que amas, tus dolientes, los que realmente te convierten en un ser racional, compasivo, estratégico o, en el peor de los casos, temeroso.
Un amigo dice que es más el tiempo que uno gasta separándose de su pareja que el tiempo invertido y consumido en la relación. Puede ser. Querría uno salvarse de la verdadera lucha interna, de quedarse solo, de conciliarse con uno mismo. El héroe revolucionario no quiere ser salvado. Actúa bajo los efectos de las mismas toxinas del amor, pero es amor a la Patria, y la patria puede ser cualquier cosa, una idea sublime que lo exonera del mismo sentimiento. Y por eso se arrastrará; hará por un ideal lo que nunca hará por ningún ser humano.
Pero, ¿qué pasa cuando se deja de creer o de tener convicción por eso que se lucha, cuando no existe esa emoción o amor hacia el ideal o ideología antes amado, cuando el proyecto revolucionario falla o fracasa, te decepciona? Los más terribles efectos del desamor en esta guerra o batalla de ideas como los mismos comunistas cubanos expresan a su estrategia propagandística se vislumbran en la actualidad.
El pueblo de Cuba, en su generalidad, no cree ya ni siente amor por la Patria Revolucionaria. La gente de Cuba está ocupada en otras cuestiones de supervivencia como para dedicarle tiempo al amor idílico que no le corresponde. La gente está decepcionada, pero tampoco hace nada por deshacerse de ese desamor que le imposibilita amar otras cosas.
Ganan terreno así aquellos que sí luchan por un ideal de libertad, de bienestar, de democracia. Son la minoría los que buscan ese otro amor, y si bien tienen a su favor un Estado solitario y viciado, tienen por otro lado en su contra un pueblo desapasionado sin ganas de luchar. En este sentido, sería poderoso crear la confianza y enamorar a la gente. No forzar en ninguna medida un amor por nada, porque ya esa gente lleva muchos años viviendo en desconfianza, prohibiéndose amar otra cosa, viviendo con su dolor en su máxima expresión interna, que es callar y asumir, que es vivir sin motivaciones, que es estar limitado a no desear más, a no moverse más.
“Pido amor. Pero tengo miedo. Me da miedo amar. Tengo novio, ya hemos entregado los papeles al registro. (…) Mi novio me llevó a su casa; me presentó a su familia. A su madre, una buena persona. Trabaja en una fábrica, de economista. Es activista social. Va a todos los mítines anticomunistas, lee a Solzhenitsin. Pues bien, esta buena madre, cuando se enteró que soy de una familia de Chernóbil, de los evacuados, me preguntó asombrada: «Cariño, ¿pero tú puedes tener hijos?». Ya hemos entregado los papeles. Él suplicaba: «Me iré de casa. Alquilaremos un piso». Pero a mí no se me salen de la cabeza las palabras de su madre: «Cariño, para algunos parir es un pecado». Amar es pecado”.
En este otro ejemplo de Katia P. tomado de Voces de Chernóbil, hay un deseo por alcanzar el amor pero la propia condición de la enfermedad de Katia la convierte en un ser inadaptado, a su vez que es despreciada por los mismos que indirectamente propiciaron su desdicha. Katia no podría estar más confundida y decepcionada del Poder que debería tener la grandeza de acogerla, pero la repele.
En ese estado de sufrimiento, Katia podría ser una excelente opositora, activista por sus derechos a amar. Era el año 1986 y la Unión Soviética se venía abajo. Tal vez, gracias a personas como Katia, que solo querían amar. Y dentro de sus propias imposibilidades otros lucharon por algo más grande que les permitiera amar, si no a los ya condenados, a las futuras generaciones fuera de las radiaciones del totalitarismo.