Al bajar por avenida Reina, en busca del recién remozado parque El Curita en La Habana, hierven las carretillas de vendedores ambulantes, los bicitaxis, y la procacidad de miradas que buscan al ingenuo que ese día comprará gato por liebre. En medio de la disputa por la atención de un cliente, o un ingenuo, se escucha una sentencia: “aquí en Cuba cualquiera pita regaó… pero no todo el mundo los tiene pa´ botarse de sala’o en directo”.
Quien vocifera es Manuel Antonio Ponce, uno de los muchos cubanos que 25 años atrás, el 5 de agosto de 1994, bajaría por la calle Prado en busca del Malecón, para unirse a los miles que protagonizaron aquellos hechos que el mundo conocería como “el Maleconazo”.
“La gente recuerda el Maleconazo como algo que pasó, yo lo vivo a diario, en presente; con orgullo de haberme suma’o y de pitarle al gobierno lo que de verdad sentía este pueblo cansa’o de que le pidan sacrificios, y que le vendan un futuro que solo viven los dirigentes”, dice Ponce, y se lamenta que aquellos hechos se recuerden entre el pueblo como un simple “grupo de gente desafectas a la Revolución”.
Aquel 5 de agosto en La Habana aparentaba ser otro viernes cualquiera, en un país que atravesaba la más dura crisis económica, y que el fallecido dictador Fidel Castro, con sus pintorescos eufemismos, decidiría llamar “Período Especial en tiempos de Paz”.
Los más jóvenes intentando derrotar el tedio y la hambruna consumiendo drogas, sin percatarse que aquella era una lidia desigual. Los negociantes más listos comerciando mercancías con efectos secundarios imprevisibles e incluso fatales. Los más ancianos, de tanta desolación alimenticia, rememorando en voz baja aquella diversión que la Revolución mandó a parar el 1 de enero de 1959. Muchas mujeres lucrando con sus cuerpos para salvar el día y sostener a la familia. La violencia social azotando las barriadas periféricas y no periféricas. La policía hostigando, en modo automático, cualquier cosa que tuviera movilidad. Todos, en conjunto, con la mirada y el ansia enfocadas en el Estrecho de La Florida, sin importar las cifras de aquellos que perdían la vida intentando cruzar.
“Un poco de lo mismo que estamos viviendo, con la diferenciade que ahora tienes un pasaporte que te permite abandonar el país de manera legal para irte a morir intentando cruzar una selva”, acota Berto Salinas, un ex profesor de la asignatura Dibujo Técnico, y que dejaría de creer en Cuba como nación “en vías de desarrollo”, el día que 41 personas perdieron la vida en el hundimiento del Remolcador 13 de Marzo.
“Demasiadas cosas conllevaron al Maleconazo, y es justo que en defensa de la historia misma dejemos de creer que se trató solo de la extrema circunstancia económica que sufrimos en los noventa. Pesó mucho más la acumulación de rencores hacia un gobierno que de manera cínica utilizó a discreción, y premeditadamente, aquello de que en plaza sitiada todo acto de rebelión es traición”— opina Salinas, y es visible que el recuerdo aún le afecta— “Pero duele más ese silencio, esa capacidad nuestra para el olvido”.
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No pocos criterios se han decantado por la tesis de que el Maleconazo se produce a consecuencia de “un error de cálculo” de Fidel Castro, que autorizaría a circular el rumor sobre embarcaciones de rescate, procedentes desde los Estados Unidos, que llegarían hasta las costas de La Habana, y así podrían crearse condiciones que funcionarían como válvula de escape, similares al éxodo del Mariel entre los meses de abril y octubre de 1980.
Tesis sustentada por las propias palabras del fallecido dictador cuando expresó que, “si Estados Unidos no toma medidas rápidas y eficientes para que cese el estímulo a las salidas ilegales del país, entonces nosotros nos sentiremos en el deber de darle instrucciones a los guardafronteras para que no obstaculicen ninguna embarcación que quiera salir de Cuba”.
Sin embargo, tampoco serían pocas las perspectivas que concuerdan con la percepción de Berto Salinas, que describen los hechos que cobraron la vida de pasajeros a bordo del remolcador 13 de Marzo, catalogado como “un crimen de Estado”, como el detonante de una tensión social que se respiraba a lo largo de la Isla.
Alejandro Nápoles cumplía 21 años de edad el 4 de agosto de 1994 y, junto a un grupo de amigos rockeros, había decidido celebrarlo en la casa de unos parientes en las cercanías de Punta Brava. Aunque no había sido un mes lluvioso, tenían la esperanza de encontrar hongos en las escasas fincas de ganado de aquella zona. Pero la policía, alertada de que tales hongos eran utilizados por los jóvenes para drogarse, intercepta al grupo de seis amigos y los devuelve de regreso a La Habana.
Veinticinco años después, Alejandro Nápoles vende pasteles de guayaba y coco por las inmediaciones del consejo popular Colón. Es el único, de los cientos de transeúntes que transitan, que otea el Malecón con mirada fija mientras dos niños le apuran para compran su mercancía.
“Es que estuve aquí, fui de los que ese día nos botamos para la calle creyendo que ya, que la cosa (el Gobierno) se había caído. No solo fue la rabia de mi cumpleaños malogrado; queríamos consumir tanto hongo como pudiésemos para olvidar que habíamos perdido a tres buenos vecinos en el crimen del remolcador 13 de marzo”, confiesa Nápoles mientras los clientes se le aglomeran. Para él no es lunes 5 de agosto de 2019, sino viernes 5 de agosto de 1994.
“El Maleconazo sigue siendo una victoria para muchos; al menos nos sacamos todo lo que teníamos clavado por dentro. Los palos que cogí aquel viernes no me dolieron; considero que fue un precio bastante justo porque fue el día en que muchos cubanos decidimos hablaren voz en alta”, afirma, mientras en compensación, quizá por la demora en despachar a los clientes o como gesto libertario personal, decide que “estos pasteles van por la casa”.
“Cuba no fue la misma después del Maleconazo”, concluye mientras se aleja, ya sin pregonar la mercancía.