El 20 de julio de 1969 el cielo siguió tan normal como siempre para los cubanos. Miles de padres miraron hacia arriba y sus hijos preguntaron cómo se llamaba aquel conejito que se veía en la luna.
El gobierno de Fidel Castro, ocupado en expropiar los últimos negocios particulares de la isla desde el inicio de la “Ofensiva revolucionaria” de 1968, jamás informó a los cubanos que el hombre había conquistado la superficie lunar. Para los cubanos la luna solamente aparecía en una canción de Vicentico Valdés, y había perdido, la pobre, sus aretes.
La dirección del país ocultó la llegada del hombre a la luna por dos razones: la primera, porque ese logro (un paso gigante para la humanidad) no lo había alcanzado la Unión Soviética, sino su rival político y su competidor más firme en la carrera espacial, los Estados Unidos de América. Y segundo, porque no era prudente dar a conocer que se acababa de abrir un nuevo destino para los cubanos que no aguantaban más las socotrocidades de Fidel Castro, y que estarían más que dispuestos a irse a la luna, a Venus, a Neptuno (sobre todo si estaba pegado al Paseo del Prado, con tal de que se bailara chachachá). Pero la luna quedaba más cerca de la tierra y de la isla.
El mundo iba por un lado, y Cuba, como ha sucedido desde 1959, por otro. En los Estados Unidos se vivían en 1969 momentos muy convulsos por la guerra de Vietnam y por al asesinato de Martin Luther King, con el que pretendieron descabezar el Movimiento por los Derechos Civiles. Europa andaba aún revuelta por la primavera de Praga, con los adoquines de la plaza Wenceslao levantados por los burdos tanques rusos, y por las paredes pintarrajeadas en Paris en mayo del 68. Pronto los franceses aprenderían que un 69 era más placentero que un 68. Ya lo habían avisado en los grafitis de la Universidad de Sorbona, que tuvo entonces alborotadas las hormonas: “Amaos los unos encima de los otros” y también el lema que daría la vuelta al globo terráqueo: “Haz el amor y no la guerra”.
Pero en Cuba era difícil hacer el amor porque comenzaba una nueva y desestabilizadora locura del caudillo de la Sierra: la zafra de los Diez Millones, que jamás fue ni iba a ir, pero que comenzó a hundir -junto con el resto de las decisiones desquiciadas de Fidel- a la isla en la letrina del siglo XX, a pesar de los millones de rublos de los tabarichis de Moscú, que no cree en lágrimas.
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Pero ellos, léase la cúpula del gobierno cubano de entonces, sí sabían que Neil Armstrong y Edwin Aldrin, pasajeros del Apollo 11, habían hecho su breve caminata sobre la superficie lunar, a la que veinte años más tarde se iban a parecer, como una gota de agua a otra, muchísimas regiones de la isla de Cuba, sobre todo las que en aquel momento eran verdes y tenían vacas encima. Tuvimos que enterarnos tarde y mal.
Y las únicas conciencias de que el hombre se había elevado sobre nuestro planeta eran que nos había visitado en esos primeros años Yuri Gagarin, y Fidel Castro se creía Dios en un campo de malanga. Hoy Fidel es una piedra y nadie se acuerda de él, y mucho menos de la malanga.
Nos ocultaron la conquista de la luna, como nos han ocultado tantas cosas siempre. El director de televisión Eugenio “Yin” Pedraza Ginoris cuenta en su blog todo el aire de misterio (y “ministerio”) que sucedió en el edificio de la televisión cubana el día en que la nave norteamericana se iba a posar sobre la luna: “Días antes del acontecimiento se preparó en el cuarto piso de Radiocentro un puesto de visionado vía satélite con señal de la televisión estadounidense. Se comentaba por los pasillos que era el sitio donde un grupo de privilegiados, invitados por la dirección del ICR, asistiría a la transmisión en vivo del histórico evento”.
De idéntica manera a lo que hizo la dirección soviética con Chernobyl, con malsano secretismo, el resto de los cubanos, que preparaban ya mochas, machetes y porrones, vino a conocer la noticia solamente tres meses después, y sin darle mucha importancia, como había orientado el Partido Comunista, otra de las desgracias nacida pocos años antes y que iba a liderar la marcha hacia los abismos de la bella isla, otrora pujante y próspera.
Tal vez por eso el cubano no aprendió a tiempo a mirar al cielo, porque, por muchas desgracias que pudiera contener el espacio sideral, ninguna va a hacer tanto daño como las que tiene en su propia tierra: un grupo de viejos culpables de la debacle, y otros, que son “continuidad”, y que sí parecen estar en la luna, o haber nacido en ella, en la cara oculta, sin posibilidades de aterrizar jamás en el planeta tierra.