Por mucho que me esforcé, en Cuba jamás me alojaron en ese lugar. Y mira que me lo prometía alguna gente y hasta un amigo gordo y músico, del que no diré el nombre, cada vez que me veía me lo soltaba: “Te van a dar Villas y Maristas”.
Pero no conocí sus instalaciones, y eso que Villa era, en aquella época, de los pocos lugares donde se podían alojar los cubanos. Es cierto que los “huéspedes” pasaban más incomodidades que en una posada sin agua o en un hotel de la carretera central, sin aire acondicionado y unos calores infernales. Allí lo único salvable era la atención. Era de primera. Cuando entrabas, te atendían las 24 horas sin descanso. Sin que tú descansaras, quise decir.
Uno de mis delirantes argumentos para conocer aquel sitio al que en aquellos años apodaban “Todo el mundo canta” era, por supuesto, mi inclinación por la música. Otro, mi delicado y poco confiable equilibrio mental, que en el momento menos pensado me iba a premiar con una larga estancia en el Hospital Siquiátrico de Mazorra con los gastos pagos. Pensaba entonces que una breve temporada en Villa Marista ayudaría a acelerar el blackout, con corrientazos diversos y variados, que me garantizarían un tueste ecuánime de por vida. Luego comprendí que ni siquiera esa condición me iba a salvar de ser enviado a la agricultura, sino que incluso me podían promover aceptándome en el equipo del Loco Mayor.
Mi plan era sencillo si me recluían en lo que algunos llamaban “tenebrosas mazmorras” ubicadas en el reparto Sevillano en la Calle San Miguel, entre Anita y Goicuria, gritaría desde el momento mismo de mi ingreso y luego de forma constante durante las primeras 48 horas: “No quiero abogado, yo confío en la revolución”.
Luego, con firmeza mambisa, rebatiría toda acusación de ser poco confiable, apático o enemigo del gobierno. Para ello alegaría ser el más ferviente militante, y me enfrentaría a todos, desde interrogadores a generales, pasando por camilleros, manicures, torturadores sin evaluar o insectos que revolotean alrededor de aquellas luces que jamás se apagan, gritándoles en sus caras improperios como “gusanos”, contrarrevolucionarios y agentes de la CIA.
Había otros planes alternos para sortear las tremebundas torturas mentales a las que someten a los detenidos. Estaba decidido a convertirme en algún personaje histórico, uno al que los jenízaros de Villa respetaran más que a nadie, y no se me ocurría uno más concluyente y definitivo que José Julián Martí y Pérez. Así que en cada interrogatorio yo encarnaría al apóstol, sin muchas entradas, pero loco por tener numerosas salidas. A cada pregunta respondería con frases de su correspondencia, y recitaría constantemente algunos “Versos sencillos” o “Los dos príncipes”, haciendo hincapié en el pasaje que dice que “los caballos no han comido, porque no quieren comer”. Pasaría las noches gritando que yo quería morir de cara al sol, y que por tanto era inhumano que me pusieran a morir en lo oscuro como un traidor.
Menos mal que nunca se decidieron a albergarme en aquel sitio que tenía otro atractivo añadido: en pleno periodo especial allí jamás se iba la luz. Ni siquiera cuando usaban electricidad en los genitales de sus becarios, que es donde más kilovatios se gastan.
Desde que me alejé de Villa Marista, del reparto Sevillano, de La Habana y de la isla, he hecho algunos intentos por comunicarme con ellos. He llamado por teléfono para preguntar si puedo reservar una semana junto a mi esposa, y he inquirido, inocentemente, por el estado de las “habitaciones” y la higiene de la piscina.
Otras veces me he comunicado solamente para saber cuál es el menú del día y a veces, en las noches, he llamado indagando por qué demora tanto el servicio habitaciones, alegando que “hace dos horas pedí un hijo de puta a la plancha y no me lo habían servido”.
Pero, con sinceridad, Villa Marista me ha decepcionado. Como destino de vacaciones no cumple las normas más elementales: a veces ponen el aire acondicionado a ritmo siberiano, y en otras, no lo encienden, dejando un calor muy intenso. No hacen nada por el esparcimiento de quienes allí se hospedan, sea a la fuerza o por error, y tienen algo así como una fijación con que todos los que allí se albergan son enemigos.
En fin, que no recomiendo el lugar por muy barato que lo pongan. Sospecho que en aquel módulo trabajan verdaderos sicópatas, asesinos en serie que, el no muy lejano día que no tengan a nadie detenido, se matarán entre ellos mismos.
Es que hay patriotismos muy severos, y está demostrado que el color verde olivo desquicia al pinto de la paloma.