En Cuba se debería exportar el odio. Se fabrica allí mismo y sale muy barato. Sobra la materia prima y cualquiera puede hacerlo.
Y la mano de obra, oh, la mano de obra viene regalada, espontánea, por la libre, como aquellos boniatos que uno sacaba al tropezar caminando por cualquier acera del país. Si no fabrican más para exportar es porque el odio mismo interrumpe la alegría de hacer crecer el país, aunque sea odiándolo.
Olviden la zafra azucarera, tan trabajosa, tan difícil de organizar, cortando caña al sol. Dejen la bobería del níquel de Moa, del petróleo en el mar de Guanabo, el interferón, la moringa, el carbón de marabú y la renta de médicos en el extranjero (de la ganadería y la agricultura se encargó el Delirante en Jefe y ya la gente ni se acuerda). El odio, en cambio, se puede fabricar lo mismo al sol que a la sombra, sin prisas porque siempre habrá un objetivo, un receptor distraído, un blanco perfecto, algo tangible o intangible, un imperio o una entelequia. Pueden ser el vecino, un primo, tu padre o tu madre, o el hijo, el hermano, alguien a quien se le pretende mostrar superioridad, por rencor o por envidia.
Fidel Castro lo supo muy bien y desde que puso un sucio pie en el lodazal que era la República para convertirlo luego en ciénaga irrecuperable, trazó una línea oscura entre cubanos de antes y cubanos de ahora; entre batistianos y revolucionarios; entre fríos, tibios y calientes; entre los que pelearon y los que no lo hicieron, es decir, entre valientes y cobardes, entre los míos y los que no me quieren; entre yo sí y tú no, entre los de afuera y los de adentro.
Entonces llegó, primero con estertores y asfixia, para establecerse como una cuarta pared, cotidiano, perenne, el odio. Ese “odio al enemigo” fue el huevo de la serpiente, porque el enemigo era todo lo que él o sus secuaces indicaban, e incluso, quienes los más confiables ponían en una lista, sacando viejas rencillas y deudas, y sordas envidias que habían sabido disimular.
De ese modo hubo un antes y un después. Y los de allá y los de aquí. Y los de aquí no podían, no debían, no se atrevían a seguir queriendo los de allá, los que, gracias a toda esa convulsión, que Fidel Castro supo vender como un movimiento social necesario para hacer un país mejor, perdieron tierra y sueños, el trabajo de todas sus vidas, y de las vidas anteriores, porque a un egocéntrico parlanchín no le gustaba tener tan cerca al pasado. Un país que había sido revuelto para quitar lo malo, se convirtió en un país exclusivamente de los suyos, de los que pasaban la prueba, eran aceptados porque decían las mismas consignas, no viraban los ojos, repetían sus ideas y por tanto podían quedarse a vivir en su patria.
Así que, luego de odiar con todas las fuerzas a quienes habían sido obligados a irse, y a los que por generalización mezclaron con las intenciones guerreristas de un imperialismo que él necesitaba, y que eran, solamente por vivir lejos de los suyos, probables soldados de una invasión sangrienta, que pretendía poner de rodillas a los entusiastas y los ingenuos que se habían quedado a ver si de verdad llegaba el cielo prometido.
Y entonces la universidad fue para los revolucionarios. La calle es para los revolucionarios. Y somos milicianos, palante y palante, y al que no le guste, que tome purgante.
De aquel purgante a “que se vayan”, a “dentro de la revolución todo, fuera de la revolución, nada” y “no los queremos, no los necesitamos” no hubo mucho, solamente un pequeño salto del hombre que fue entonces un gran salto para la humanidad de la isla, pero hacia atrás, hacia la miseria compartida que puso al prójimo a vigilar al prójimo. A investigarlo sin garantías ni protección, porque no querían al lumpen, al mariquita, al flojo, ni actitudes elvispreslianas, ni futuros agentes de la CIA, ni mercenarios en ciernes, ni gente que quisiera saber cómo era el mundo verdadero, el mundo real, que comenzaba a partir de las costas del país.
Y la delación se convirtió en profesión a tiempo completo. Y el chivato que la profesa, un ser bien mirado, alabado por el poder, un ejemplo de combatividad revolucionaria, cuando simplemente esa persona estaba envidiando al prójimo, y defendiendo su deplorable existencia por miedo.
He ahí los pequeños y a la vez grandes componentes del odio, dos vilezas que se desarrollan indetenibles con la miseria, que nace de la pobreza generalizada que provocaron los dirigentes del país, y que llega a convertirse en miseria humana, en bajeza, esa porquería que invade el alma de los hombres y la pudre.
Pero el odio nacional, ese que pudiera fabricarse y venderse fuera, no se usa en solitario. Funciona más cuando se diluye entre muchos y pierde el rostro, se hace anónimo, porque nadie soporta las muecas de un rostro que odia. Un odio masivo, de la masa combatiente.
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He ahí la verdadera esencia de aquellas movilizaciones a la plaza a escuchar las interminables tabarras del delirio que entusiasmaban a la multitud hipnotizada. Los que asistían, que eran todos o casi todos, salían de allí sintiéndose elegidos, mirando con desprecio a los ausentes. Como si hubieran logrado un récord deportivo o conseguido una hazaña.
Así nacieron, “espontáneos”, llevados por la cólera del pueblo hacia sus enemigos, aquellos repugnantes “actos de repudio” de 1980 que han vuelto a repetirse, donde los mismos desclasados, sin trabajo, sin casa, sin bienes terrenales, van hacia la vivienda de alguien que piensa distinto, a ofender, a amenazar, a rugir, soltando la bilis de la envidia, porque piensan que ese al que repudian recibe el dinero que la revolución no les da a ellos mismos, que la sirven, y se desgañitan gritando consignas muertas.
Los que mandan en Cuba encontraron la veta ideal para seguir engañando a quienes, en el fondo, no les creen, pero que necesitan demostrar que son dignos, confiables, revolucionarios, gente de “Patria o muerte”, que nunca traicionarán a esa patria y a esa revolución que ya nadie sabe si existen o si eran verdes y no se las comieron los chivos, sino que las vendió el gobierno para fabricar más hospitales que se caen, más viviendas que no se terminan, más transporte que no funciona, pero que a los que demuestran que tienen el odio a flor de piel les hace sentirse aguerridos y moralmente superiores, sin saber que el odio es un ácido que envenena el aire y el agua, y lo que queda del alma que una vez tuvo el pueblo.
Ilustración de Portada: Armando Tejuca, exclusiva para ADN Cuba