Recientemente en el blog homónimo de su libro “estrella”, Abel Prieto Jiménez salió a defender a su amigo y ex vecino Amaury Pérez Vidal, vapuleado al por mayor en redes y a través de cartas cursadas a organismos estatales por cubanos ofendidos, luego de que uno de sus invitados al programa del presentador, lanzara comentarios racistas en la televisión nacional.
Antes los dos artistas, melenudos y malmirados, solían compartir dominó y señal satelital desde antena parabólica —permitida por Radio Cuba, se sobreentiende—, con el objetivo de vigilarse mutuamente, simulando imponer freno revolucionario a cualquier albedrío argumental desatado por TV foránea, entonces única vía informativa “aborrecida” por ellos mismos.
De tal unión puede que hayan nacido ocultos pactos financieros, cancioneros y hasta libros profusamente ilustrados por el Ministerio de Cultura.
A propósito del programa que regenta Amaury— ahora en tercera temporada al peor estilo reality— Abel suelta lindezas a troche y moche:
“Con 2 que se quieran ha calado en nuestro pueblo (…) He sido testigo (…) de (…) muestras de simpatía (…) de las personas más sencillas (…)” etc.
Para empeorar la polémica sobre la pervivencia del racismo en Cuba, el consejero empuña criterios como estos:
“Recuerdo el (…) impacto que causó la entrevista (…) a Carlos Acosta y cómo toda Cuba comentó la llegada al Olimpo (…) del hijo de un camionero. (…) Sobran los ejemplos (…) de figuras que han crecido como personas y (…) profesionales gracias a las oportunidades abiertas por la Revolución y han hecho aportes inestimables a la patria”.
Nada dice, en cambio, sobre la reciente visita al querido set del ex consorte de Alicia Alonso e historiador del Ballet Nacional de Cuba, Miguel Cabrera, o de sus declaraciones burlescas en torno al tema, para eximir de responsabilidad a la ilustre bailarina, quien falleció este 17 de octubre a sus 98 años.
“El programa ha ido construyendo, sin grandilocuencia, sin retórica, un homenaje a la obra educativa incomparable de la Revolución y a aquella idea de Fidel de que no debe perderse ningún talento”, escribe Abel.
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¿Sin retórica? ¿Ningún talento, dice? ¿Cuál será su concepto de “talento”? ¿Olvidó a los muchos artistas verdaderos que rompieron vínculos con el régimen, incluso los culturales que él maneja, intentando ser libres y no mártires?
Abel habla sin recato de “dotes de comunicador (…) preparación para cada programa (…) rigurosa selección de personalidades (…) un aporte relevante a la difusión de lo mejor de la cultura (…)”, pero acaso en tono disociador.
En otro momento, con fanatismo grotesco, señala: “Otro mensaje principalísimo (…) tiene que ver con la devoción hacia Cuba (…) como inspiración permanente, como destino, como materialización de nuestros sueños de justicia, emancipación y solidaridad (…) dulce y risueña, inclusiva, ecuménica; ajena desde su raíz al dogma, al racismo, a la intolerancia, a la insidia”. Abel desliza lo ecuménico, como al descuido, en un país tan laico como antidemocrático.
De largo vestimos la desmemoria. Se acerca la “concedida” natividad del Señor, esa tregua entre (falsos) moros y cristianos, y habrá que epatar a descontentos nuevos y agnósticos viejos: el locutor, resbaloso, alcanza a salvarse ante el altar.
“El tercer mensaje que quiero destacar se asocia a Fidel. Entre Amaury, su esposa Petí y Fidel nació una amistad muy hermosa (…) brota continuamente este hondo sentimiento de afecto. El entrevistador guía (…) a entrevistados hacia Fidel, y ellos no ofrecen resistencia. Hasta que se produce una chispa incontrolable”, dice Abel.
Nada, en cambio, de “los años duros” del huidizo con la bailarina en México, durante la hambruna insular, ni de sus petulancias mayamescas junto a Edmundo García. Ni de aquella vez que afrontó —dulzura en mano y pésima voz— a María Elvira Salazar porque “le insultó al papá”.
Nada de las pataletas silenciadas: denuncias de maltratos aduanales retiradas de inmediato tras la sofoquina del decoro, previendo posteriores ajustes curriculares. Tampoco de su afición sin recato a la auto-entrevista.