Abraham Lincoln una vez observó que “con el sentimiento público, nada puede fallar; sin este, nada puede tener éxito”. Él se refería al rol protagónico que tiene la opinión pública en determinar el destino de una nación. Para Lincoln, “el sentimiento público lo es todo”.
La discusión puede ser un tanto circular. ¿Qué viene primero? ¿El liderazgo de una figura que muestra el camino en una coyuntura difícil? ¿O más bien son los políticos los que se amoldan a las circunstancias? Un ejemplo particular me viene a la mente cuando Barack Obama se postuló a la presidencia de EEUU en el 2008 y se presentó como defensor del matrimonio tradicional entre un hombre y una mujer. Una vez electo, y conforme las encuestas mostraban la creciente popularidad del matrimonio igualitario, Obama señaló que su posición sobre el tema “estaba evolucionando”. Esta evolución llegó a su clímax en el 2012 cuando los sondeos ya mostraban una sólida mayoría a favor del matrimonio entre parejas del mismo sexo. Fue en ese momento que el entonces presidente estadounidense salió a declararle su apoyo absoluto e incluso iluminó la Casa Blanca con los colores de la bandera de la diversidad.
Friedrich Hayek, el mayor exponente de las ideas liberales del siglo XX, señalaba que “… La única forma de cambiar el curso de la sociedad será cambiando las ideas”. Como muestra el caso de Obama, los políticos son seguidores, no líderes. Si el clima de opinión favorece una dirección, los políticos la plantearán. Por eso, Hayek instaba a los liberales a librar la batalla de las ideas en la academia, en centros de pensamientos o en la prensa, en lugar de optar por carreras políticas.
“Ningún político tiene éxito en cambiar la opinión pública hasta que la gente esté convencida de una mejor alternativa. Se precisa cambiar la opinión pública de una manera fundamental”, advirtió.
Lincoln estaba de acuerdo en que “… quien moldea el sentimiento público, va más allá de quien promulga estatutos o emite fallos. Él hace que los estatutos o los fallos sean posibles o imposibles de ejecutar”. Sin embargo, a diferencia de Hayek, Abe sí creía que los políticos pueden servir la función de impactar a la opinión pública gracias al púlpito –en esos tiempos literal, hoy figurativo– del que gozan.
Pero también puede ocurrir otro escenario: que la opinión pública se haya movido sin que los políticos se hayan dado cuenta. Algo así ocurrió en Francia con el ascenso de Emmanuel Macron.
En Revolution Française, Sophie Pedder, corresponsal en jefe de The Economist en París, describe el immobilisme de la clase política francesa que le tenía pánico a plantear las reformas estructurales que el país necesitaba. “Gobiernos sucesivos de izquierda y derecha cayeron en una forma de pasividad, posponiendo las decisiones difíciles, lo cual confundía y decepcionaba a los votantes en igual medida”. Macron tenía otra lectura de la situación: “Mi percepción es que la opinión pública va adelante de los políticos. Creo que uno puede movilizar a la gente creando un consenso reformista de cara a una elección presidencial”, le dijo a Pedder en el 2016. Tenía razón. No solo Macron ganó las elecciones con una agenda reformista que muchos pensaban que era inviable en Francia, sino que además lo hizo con un partido político nuevo que rompió las estructuras políticas predominantes hasta ese momento.
Mi lectura es que, al igual que en Francia, en Costa Rica hay un sector importante de la opinión pública que va más adelante de la clase política en su apoyo a una agenda reformista –en las líneas de la que describí en un artículo anterior–. Esto no quiere decir que exista un consenso nacional. En lo absoluto. También hay un sector nada despreciable del electorado que abraza con entusiasmo la noción romántica de lo que Octavio Paz catalogó como el “ogro filantrópico”: un Estado grande, paternalista, voraz en lo fiscal, que además se conjuga con una visión hostil de la empresa privada y de la economía de mercado. De este voto es el que medra el oficialismo.
Pero, en la difícil coyuntura que atraviesa el país –la peor en cuatro décadas–, soy de la tesis de que más costarricenses están llegando a la conclusión de que se necesita una agenda programática ambiciosa que le inyecte dinamismo a la economía y que potencie la generación de riqueza desde el sector privado. El apetito reformista está ahí. No solo hay que cultivarlo, sino que también hay que desarrollarlo en una propuesta seria, clara y coherente que pueda presentársele al electorado en las próximas elecciones. Eso, sin duda, requerirá de liderazgo político.