He visto hablar a un amigo de Cuba. Esperanzado. Dolido, pero esperanzado. Ha dicho que la Isla tiene que volver a ser hermosa, que debería haber esperanzas en el futuro. Más o menos así lo dijo, y me conmovió, porque conozco su sinceridad y su honradez. Sé de su entrega y su amor por nuestras raíces. Lo aplaudo, lo apoyo. Me gustaría también soñar con algo así, con un futuro para esa Isla que hoy semeja más un bote a la deriva, con agujeros en el fondo, y que parece ir a alguna parte sin ir a ningún lado.
Me encantaría, de pronto, volver a tener esperanza por aquello de que “la esperanza es lo último que se pierde”. Pero también se dice que “la esperanza era verde y se la comió un chivo”. En este caso, en el caso de Cuba, no se la comió un chivo sino un hombre más listo que los otros que, haciendo como que la salvaba de unas malas garras, la usó en su provecho, la violó, la apuñaló, la hizo un trapo.
Lamento decirle a mi amigo que no será posible, al menos no lo veremos ni él, ni yo, ni sus hijos, ni el mío. Ni siquiera los hijos de los hijos de quienes ahora mismo están pariendo.
El que pareció liberar al país (¿de qué, me pregunto hoy?) borró todas las marcas anteriores. Las ensombreció, las escupió, las ilegalizó. Destruyó las esencias logradas durante más de medio siglo por una República imperfecta, pero donde estaban aprendiendo los cubanos las reglas del juego. Suprimió las reglas de esa república que buscaba democracia: el poder dividido, la prensa independiente, la propiedad privada. Dijo que esos eran los males que hundían a Cuba, y se puso a inventar, sobre la marcha, a echar en el caldero hirviente todo lo que le pasaba por la cabeza. Y lo peor, la gente parecía ser feliz.
Sólo que a sesenta años de todo aquello la Isla se hunde de verdad. La Isla da pena, parece una cualquiera que se arrima al mejor postor pero intentando sonreír casi sin dientes, orgullosa porque se liberó del vecino del norte, y ha sido tomada por vecinos lejanos y por vecinos del sur. La prensa es sólo una máquina de ecos. El ejército, la élite, semejante a la estructura de la mafia siciliana, hace y deshace sin dar cuentas a nadie. El pueblo no sabe qué se produce, o cuánto, o por qué no se produce.
Porque se eliminó la propiedad privada, echaron del país a quienes sabían hacer bien las cosas y comenzó a brotar de la tierra el marabú y la desolación. Porque cuando aparentemente todo es de todos, a nadie le importa y nadie siente lo de todos como suyo, y sálvese quien pueda.
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Ese que creyó ser un Dios, arrinconó a la iglesia, porque adoptó una ideología que es en el fondo un credo, la religión de los desamparados que suelen creer en todas las promesas. Y, al estilo más puro del Vaticano, construyó los altares de la patria, solo que ahora, en vez de santos, eran héroes, pero igualados por el martirio. Y escribieron versículos que mencionaban la muerte y el patriotismo, y la voluntad y el sacrificio. Una ideología que crea comisarios-sacerdotes, que te revisan la pureza ideológica, la blancura de tus pensamientos rojos, y deciden quién merece el perdón o la absolución. Quiénes pudieran soñar con el cielo y quiénes ya están endemoniados.
Ese hombre vendió aquella tierra como “la Tierra Prometida”, el Paraíso de los humildes, por los humildes y para los humildes. Y en lugar de haber diez, cien, mil humildes, todos lo fuimos, pero con la humildad sin esperanzas que es la peor de las pobrezas. Ese es el gran peligro de esa estructura que bautiza y excomulga: El Mesías llega a pensar que la gente a quienes trae la buena nueva le debe su felicidad, y cualquier reclamo suena a desagradecimiento o traición. Los discípulos de ese Mesías, por convencimiento, autosugestión o conveniencia, también llegan a pensar lo mismo. Es difícil escapar del mesianismo, pues hasta la gente común que se ha tragado el cuento, te señala y te aborrece.
Y al final nació un país diferente, eso sí. Un sitio donde muchos no quieren vivir, porque vivir por la patria es morir. Un país que te da pena nombrar, vergüenza ajena. Un país que te duele en la boca y en los sentidos, que te quema la lengua.
Uno debía poder explicar un país. Comentarlo con todos, compartirlo y que se note el amor en las vibraciones de la voz. Pero tanta ignominia mancha la cadencia de las palabras, cada mentira, cada lema que envejece oxidado, te quema las cuerdas vocales y el corazón. Es difícil quererlo pero más difícil es odiarlo, porque si lo haces parece que te has pasado al enemigo, a un enemigo, el que elijan los que se apropiaron de tu país. De su historia y su posible futuro. Los que dictan cómo has de pensar en él, hablar de él, contar sus cosas. Los que eligen cómo deberías mirar a tu propio país que ya no es tu país.
Me da pena con ese amigo mío que quiere tener fe, pero se le ve en los ojos cuánto le duele estar equivocado.
Yo, que cerré la puerta de ese país para siempre, y que sé que moriré muy lejos (pero también muy cerca), un día creí que había futuro y luz al final de la sangre. Confié en unos versos de Silvio Rodríguez en su canción “Al final de este viaje”: “Somos prehistoria que tendrá el futuro, /somos los anales remotos del hombre.//Estos años son el pasado del cielo”.
Yo creí en ese viaje y en ese premio, y veneré los nuevos santos, y temí la palabra de quienes vigilaban, y hasta titulé mi primer libro con uno de aquellos versos.
Porque soñé que podía haber un cielo, un sitio cálido y hermoso al final del camino, sin saber que todo aquello no era más que el principio del infierno.
*Este es un artículo de opinión. Los criterios que contiene son responsabilidad exclusiva de su autor, y no representan necesariamente la opinión editorial de ADN CUBA.